jueves, 21 de noviembre de 2013

Bésame mucho

Desde la infancia fue mi fantasía ser dueña de una amplia colección de labiales, de los rosas más claros pasando por rojos brillantes hasta bordós; sin olvidar los anaranjados. Es mi maquillaje comodín, ni rimel ni deliñador y mucho menos rubor: el labial para uso diario.
El anhelo de colorear la boca data desde la Mesopotamia (5000 a.C.), donde se trituraban las joyas y se colocaban sobre los labios y, ocasionalmente, sobre los ojos. En la India, se elaboraban labiales a partir de arcilla roja, henna, yodo, algas y óxido de hierro. Cleopatra se pintaba los labios de rojo gracias a escarabajos carmín triturados y las geishas japonesas, a partir de pétalos de cártamo aplastados. 
La masificación la provocó Isabel I, ícono de tez pálida y los labios pintados de rojo intenso. Este esquema de belleza fue tomado por la industria cinematográfica de la Segunda Guerra Mundial y tuvo gran impacto en la población femenina.
Los labiales, que marcan el paso por tazas y servilletas, que son prueba latente de romances clandestinos y acarician los más profundos suspiros, albergan al día de hoy una mágica sensualidad y conllevan una sensación única de seguridad y confianza. Ningún día con labial es igual a uno sin él. Herencia de aquellas mandatarias, revolucionarias e intransigentes, que supieron marcar personalidad y tendencia, los labiales ejercen una fuerza poderosa y es imposible escaparle.
Dos tonos serán mi inversión de esta temporada: el fucsia y el naranja rojizo. Los dos mate, por supuesto.


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